lunes, 27 de agosto de 2012

Calaveras


Recuerden que, a mayor distancia, me
habían sorprendido ciertos intentos de
ornamentación, lo cual resultaba más

llamativo aún teniendo en cuenta el
aspecto ruinoso de la casa. En aquel
momento, disponía de una vista mucho
más cercana, y su primer resultado fue
que echara la cabeza hacia atrás como si me
hubieran lanzado un puñetazo. Luego
examiné lentamente todos los postes,
y comprobé mi error. Aquellos objetos
redondos no era ornamentales,
sino simbólicos; eran expresivos y
enigmáticos, impresionantes y turbadores
-alimento para el pensamiento, y para
los buitres, si alguno hubiera reparado
en ellos desde el cielo, y para
las hormigas lo bastante industriosas para
ascender por los postes-. Habrían sido
todavía más impresionantes, aquellas
cabezas clavadas en las estacas, si sus
rostros no hubieran estado mirando
hacia la casa. Solamente una, la primera
que divisé, estaba orientada hacia
nosotros. No me quedé espantado
como puedan pensar. Mi sobresalto
no se debía más que a la sorpresa.
Yo esperaba ver una talla de madera
en aquel lugar, ya lo saben. Volví a
fijarme en la primera, allí estaba,
negra, reseca, hundida, con los párpados
cerrados, una cabeza que parecía dormir
sobre el extremo de aquel poste y, con
labios arrugados y resecos que dejaban
al descubierto una estrecha franja de
dientes, también sonreía, sonreía sin
cesar a causa de algún sueño
interminable, jocoso y eterno. (...)
Tenía una extraña sensación, la de
que tales detalles resultarían más
intolerables que aquellas cabezas
resecas de las estacas que había bajo
las ventanas del señor Kurtz. Al fin
y al cabo, aquella no era más que
una visión primitiva, debido a la
cual, de un golpe, me había visto
transportado a una especie de tenebrosa
región de sutiles horrores, donde la
naturaleza de los salvajes, pura y
sin complicaciones, no era más que
un positivo alivio, porque era algo
que tenía derecho a existir, sin ocultarse,
a la luz del sol.


 Joseph Conrad
/Berdyczów, Ucrania 1857

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